Le suben por la solapa
hormigas diminutas,
ahora en invierno deberían
descansar en sus escondrijos,
el dulzor de la despensa y
el calor de la chimenea las mantienen despiertas
y paseantes por toda la
casa en pos de rellenar sus almacenes de los descuidos de mi madre.
Tengo miedo que un día
despierte rebozada
y que muera comida por una
horda furiosa que quiera de una vez por todas la parte completa del pastel,
o en venganza a tantos
polvos tóxicos y señuelos de pollo que las esquilmaron como si ella fuera un
castigo divino,
la bestia que inyecta ira
por esos agujeros hasta cegarlos
y que saliera perdedora a
tanta trampa y treta para que no floten en el caldo
o en el pliegue de una
hoja de lechuga.
Caminan ociosas, calientes
y dispuestas a no dejarse vencer por la tozudez de mi madre,
guerra sin cuartel no
declarada,
abierta desde que vivimos
en esta isla del silencio,
roto por el roer ansioso y
rotundo de unas hormigas incansables.