¿Puede usted quitar su
bota de mi cuello?
A cambio,
enseñaré a su salvaje
familia la herencia occidental,
a follar furtivamente,
quemando cualquier reducto
de superioridad,
aplaudir a tiempo
a los especialistas de la
emoción y del desasosiego,
esperar y acumular
aborrecibles e incomodas
vísperas de los demás.
Estaremos el tiempo que
haga falta,
con la luz encendida,
y el ancho camino
desbrozado,
drenando el lago estival
para que el efecto haga flotar la canoa,
envainaremos, quemaremos
la letra, la herencia,
pondremos el oído en la estatua
de bronce:
“Te ruego no destrocen los perros mi carne ante las
naos aqueas,
Plantados frente a frente, jadeantes, ambos se
aprestan a la lid de Marte,
Oí llorar entre sueños a mis hijos, que conmigo estaban
y me pedían pan,
Os daría violetas, pero todas marchitaron cuando murió
mi padre
Te mostraré el miedo en un puñado de polvo”
qué mayor venganza para el
tiempo.