¿Cuál es el goce que tañe
la antesala de la muerte, del hambre y la miseria?
nadie lo puede saber,
es una cruz combada,
dicha sin acritud,
sonreída al aire fresco de las bandas de pájaros que las cose.
Ese es su merecimiento,
no haber dicho la verdad,
confundido con la
presencia aleteada y fundamentalista de los brazos de papá.
Esculpido en vida,
resurgido en cristales que
mecen las banalidades en cápsulas contra la edad,
han respondido al
juramento del oxígeno,
retraído en los corazones
antes de presionar la válvula,
manda una suerte de
palabras redobladas en este silencio de aldea minúscula,
sí, tiene eco, que ha
confiado en la casualidad para repartirse en materias porosas e infinitas,
tramos que de pronto
incandescentes tornan las dichas en balances de poemas y peces,
los coge quien siente más
vida,
trufada de piezas
inorgánicas, válidas en esta soledad de la noche que condensa la vocación de
ser,
ese instante agarrado a
las paredes, que termina por resbalar, acusado de haber perdido sustancia,
ese mecanismo de más que hace
esconder el rostro en cuanto se detalla su nombre, con teóricas formas
estéticas,
alumbra esquinas que se
hunden para defenderse,
entran en guerra
desesperada,
algún bien habrá, alguna
torre tendrá fundamentos para resistir sin ceder, resistir el hogar difuso de
la mirada,
toma tu tíquet, gran
animal cansado de la palabra, sirve esta para gastarse en porciones de flujos
discontinuos,
lo entiendes en cuanto lo
usas en su nombre,
ya te representa, es justo
lo necesario para saltar de un sueño a otro, sin unidad, acatarlos,
confiados por los salvajes
trozos de tierra yerma pero conquistada, la fuerza franca de esperar más y
citar menos,
pequeños gestos, ahorros
para consumir cuando el honor es mezclado con la desesperación
y el halo paga con tiempo
el paisaje hasta hundirlo definitivamente en la copia falsa de la noche.