“llegará un día en que Ilión, la ciudad santa,
perecerá,
en que perecerán Príamo y su pueblo,
hábil en el manejo de la lanza”
(Homero)
Atribuirlo a un farsante
no es arreglar las cosas,
es posponerlas,
demoler hasta llegar a la
tierra primigenia y declararlo oficialmente muerto parece suficiente pero no lo
es,
hay que destruir su
memoria, hay que esculpir una nueva cara sobre las viejas estatuas,
volver a fundir las
monedas con dioses descabalgados y endecasílabos poderosos,
siempre ha sido así,
no hace falta poner cada
de funeral.
No era por él por lo que
anduvimos de continente en continente atando pañuelos,
era el instinto el que nos
hacía cruzar los ríos,
no rendirnos por todos los
mares interpuestos,
ni las fieras palabras que
se invocaban al pie de la muralla,
resecas, como el tomate
pegado al mantel,
surtieron efecto;
las hemos sacado de una
pesada tumba y lanzado al infinito,
son como los raíles del
tren,
inexorables, futuristas,
amigos del ostracismo,
son cosas vividas para guardar
el pan,
germen de todas las dudas,
y ahora sin los maestros que nos separen el grano de la paja,
liberados para llevarse
los mitos a que llenen el vacío intestinal, fuercen el corazón y los músculos
hasta reventar,
una mirada dura al miedo,
revuelto entre la mierda
que cagamos cada día de la historia universal,
no sobra, queda ahí,
el prestidigitador la
chafa,
desaparece de sus manos,
ya nos la hemos comido.