Me pidieron que en una
escala del uno al diez calificara el miedo a la muerte,
me eché a llorar,
no fueron demasiadas lágrimas
pero sí las suficientes para borrar del rostro la osadía de la luz y
ennegrecerla,
eso era poner nombre a la
historia, llenarla de gráficos
y a hachazos descuartizarla,
acertar en la línea de
puntos es lo primero que se aprende, luego hasta llegar al lugar donde el
reverso pega la vuelta se deja para más adelante.
Paciencia artificial,
enormemente desconsiderada
con el final de las frases,
perdona si corro demasiado,
hay que ahorrar en
atributos,
perder signos, que se los
lleve el tiempo,
que lleguen otros con tal
potencia que me descamisen,
volteado tras la
explosión,
raíces falsas de hierro
quebradas,
no hace falta tanto para
derrotarme,
crujirme la espalda,
arrancarme la sien y tirar del cerebro para que cese la idea.
Es mayor el miedo del
carnicero,
se ríe del chiste de la
infancia,
viene sonando desde mil
novecientos y pico,
repita quien lo repita
es de mal agüero tanto
charlatán dispuesto a vivir para condenarlo,
soy yo el que necesita
ayuda y no ellos,
hace tiempo que cavaron su
tumba y callaron,
son los rezagados, esos
píos sádicos, los que poseen el verdadero dolor en su manos
y niegan ante cualquiera
que sean los últimos y afirman con rotundidad que después de ellos vienen más.