Hoy Dylan Thomas se ha
cambiado la camisa,
piensa salir,
es un día perfecto para
lucirla tan blanca y ajustada.
Al otro lado de la pared
discuten sobre la juventud, sobre como paladearla,
¿eso se puede?
no puede irse a buscar
cadáveres mientras siga la charla,
asco por el corazón vacío
de alcohol bebe un poco sin hacer ruido,
casi sin respirar acompaña
las palabras de dos personas cansada que no pueden representar los sueños pero
los interpretan con los dedos un poco agusanados,
hierbe la calle mientras
anochece en la razón.
Y a Dylan Thomas comienza
a darle miedo no ser capaz de levantarse, que todo cuanto canta sea fútil en la
boca de otros imitadores bienintencionados,
malabares con sus mismas
palabras ebrias que resulten rezumos de una carpeta cerrada que se comen los
ratones,
que nadie los entienda en
esa estaca maestra puesta desde el primer verso, y lo gruña para asustar la
posteridad a que le dé una oportunidad más,
sea breve para, en una
ronda acabar con las expectativas, con la juventud, con la blancura de las
camisas, con la poesía y todo cuanto se ha interpuesto
y no olvide nunca que lo
escuchado también era producto del miedo.