Pedir
a un perro que abandone su instinto,
que
definitivamente abandone el placer de chupar el suelo meado,
se
comporte como un humano,
y,
como un igual, obedezca contemplativo,
arrastrándose
ante la voz y a la piedad.
Vestirlo
por si llueve o hace frío,
que
asista al telediario con suma atención y silencio por si las malas noticias le
afectan y deba ponerse a temblar,
renunciando
a los rostros y esquemas que nos sirven para rezar, acompañando en el fondo de
nuestra muerte a la suya,
como
un terrorífico príncipe que ordena el sumo sacrificio al único que puede
comprobar que la chapa, chip, peinados veraniegos, son unos regalos que se
devolverán más adelante,
que
la fidelidad es silencio
y
la caca compacta, porque ya no es mierda,
es
imposible que sea mierda si es de los nuestros.
Aunque
nos escuche enfadarnos, porque nos decepciona, con tiránicas expresiones para que
se siente, coma o se haga el muerto,
sobre
todo el muerto y que moleste poco, se desplace poco,
no
pueda imaginar nada para sí,
a
cambio los paseos, los olores a perfumes lisérgicos, las palabras como buenas
noches, mira quien ha venido,
y
una segunda voz conteste afirmativamente por él,
siempre
positivo,
porque
si no, podemos olvidarlo en cualquier sitio,
olvidarlo
en el campo y que sea lo que es, oledor de mierdas y orinas.
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